miércoles, 8 de febrero de 2017

EL IMAGINARIO POST(NEO)COLONIAL DE LA DEPENDENCIA AFRICANA

 

TIERRA Y LIBERTAD
Nº 343 - Febrero 2017

El 5 de diciembre de 1992, en la playa de Mogadiscio, el entonces ministro francés de Sanidad, Bernard Kouchner, se hace filmar por las cámaras de televisión de medio mundo mientras baja de un barco de ayuda humanitaria con un saco de arroz a la espalda.

El barco, según el Estado y los medios de comunicación franceses, contiene arroz recogido por los niños franceses. En efecto, durante las semanas precedentes al desembarco se organizó en las escuelas del vecino país una campaña llamada «Arroz para Somalia». Todos los niños franceses fueron a la escuela con uno o dos kilos de arroz para mandar a los niños somalíes. Pero parece que el arroz que llega a las poblaciones hambrientas del Cuerno de África no es el de los paquetes de kilo que se ven en los supermercados. Es el contenido de los habituales sacos de veinticinco kilos de la ayuda alimentaria. En cualquier caso, el Estado francés no necesitaba la colaboración de los niños para llenar de ayudas alimentarias un par de barcos. Solo necesitaba hacer una enorme operación de propaganda para enmascarar una intervención militar tras una intervención humanitaria. Era el inicio de la concepción de «guerras humanitarias».

Esta operación propagandística, y también la figura misma de Bernard Kouchner, son de alguna manera símbolos de la evolución de la imagen de África en el lenguaje político y mediático occidental post(neo)colonial. Médico de formación, Kouchner es el fundador de Médicos Sin Fronteras y de Médicos del Mundo, dos grandes estructuras humanitarias francesas. Viene de la cooperación humanitaria para arribar a la política y convertirse en uno de los paladines principales de «derecho-deber de injerencia». Noción que ha propiciado la casi totalidad de las intervenciones militares de los países de la OTAN desde el final de la Guerra Fría a la actualidad.

Pobrecillos

Tras la independencia de los países africanos se ha trabajado sobre el imaginario occidental (y también africano) la idea de que Occidente en particular, y los países ricos en general (es decir, incluidos países como las petromonarquías árabes, Japón o Corea del Sur) ayudan a África con miles de millones de dólares cada año. A esta imagen de África mendicante, vorágine de ayudas externas y a pesar de que la generosa ayuda de todos va cada vez peor, han contribuido los Estados, la ONU, el sistema bancario, los medios de comunicación y también las agencias de solidaridad internacional. Durante sesenta años, nos han bombardeado con palabras e imágenes de un África que vive a costa del mundo. La imagen del niño africano raquítico invade las pantallas del mundo. En vez del lobo feroz, es el niño de Biafra quien se convierte en el miedo para quien no se quiere acabar la sopa: come si no quieres quedarte como él.

Comienzan las grandes operaciones de «solidaridad», el lanzamiento de comida desde helicópteros, la distribución desde camiones. Comienzan los grandes conciertos de música. Los jóvenes van a los conciertos en Londres, París y Los Angeles. Se divierten un montón y están convencidos de haber hecho un bien a África.

La imagen de África hambrienta nutre cualquier tipo de discurso:

El piadoso de los misioneros: son nuestros hermanos débiles, tienen hambre, ayudadnos a ayudarles.
El de las ONG: son seres humanos como nosotros, no lo consiguen solos, ayudadnos a ayudarles.
El de la ONU: algunos Estados miembros no lo consiguen solos, el Banco Mundial, los Estados más ricos les deben ayudar a desarrollarse.
El del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial: los Estados pobres necesitan préstamos y nuestra asistencia para encontrar una vía de desarrollo.
El de las multinacionales: estamos en África porque ella sola no es capaz de explotar sus riquezas.
Finalmente, con los migrantes, incluso en los ambientes de la extrema derecha xenófoba, crece el discurso de quienes dicen: no deben venir aquí, ayudémosles en su casa.

Todos quieren ayudar a África. La única que parece no querer ayudarse es la misma África.

La realidad que viene excluida de la narración post(neo)colonial es el hecho de que los flujos económicos (legales o sumergidos) de África hacia el resto del mundo son infinitamente superiores a los de las ayudas. No es África la que está en deuda con el mundo, es el mundo el que está en deuda con ella.

Al principio fue la esclavitud

Millones de personas deportadas a la fuerza a las colonias del Nuevo Mundo. Millones llegaron y otros tantos murieron en el camino.

Luego llegó el colonialismo. El continente africano fue dividido entre las grandes potencias del momento: Gran Bretaña y Francia a la cabeza, pero también Portugal, España, Holanda, Bélgica, Alemania e Italia. Y con el colonialismo aparece el fenómeno de la carestía en África. Poblaciones enteras expropiadas de sus tierras, colonos que poseen ellos solos territorios más grandes que sus países de origen (entre ellos el criminal, racista y colonialistas John Rhodes, 1853-1902, que poseía en la parte meridional del continente territorios más grandes que cualquier nación de Europa occidental), introducción del monocultivo (café, caña de azúcar, banana, piña, cacao, caucho) en detrimento de los productos de primera necesidad. Con el colonialismo es como se introduce el mecanismo de la dependencia alimentaria en África. El continente es obligado por la fuerza de las armas a producir cosas que no consume y a consumir cosas que no produce.

Los sistemas sociopolíticos tradicionales son sistemáticamente destruidos incluso con la imposición de fronteras que cortan en pedazos los pueblos africanos. A cambio se instala un sistema político títere y corrupto.

El colonialismo ha muerto, viva el neocolonialismo

Tras las Segunda Guerra Mundial, el colonialismo mundial, bajo prescripción del nuevo amo del mundo, Estados Unidos, es declarado fuera de la ley, y se desencadena un lento proceso de descolonización. Pero las potencias coloniales no pueden renunciar a ese maná celestial que es África. Optan por conceder una aparente independencia política, instituyendo progresivamente un sistema neocolonial que, de hecho, es incluso más despiadado que el orden colonial tradicional, ya que en apariencia los antiguos Estados coloniales no tienen responsabilidad en la explotación inhumana de los recursos y de las personas en los países ahora «independientes».

Cualquier joven político africano que intenta una verdadera vía hacia la independencia es asesinado. Solo Francia ha hecho asesinar al menos a una decena de presidentes legítimos considerados demasiado rebeldes, sustituyéndolos por militares, antiguos informadores de los servicios coloniales, mercenarios y corruptos de toda índole. La lista comienza con Sylvanus Olympio, presidente de la República de Togo, elegido democráticamente y asesinado el 13 de enero de 1963 por el sargento Étienne Eyadema, torturador y asesino al servicio del colonialismo francés apenas volvió de la guerra de Vietnam. Eyadema ha reinado hasta su muerte en 2005, y todavía hoy reina su hijo Faure Eyadema en una República de Togo desangrada por las multinacionales y la mafia en el poder. Este escenario se repetirá en toda África francófona y, con modalidades no muy diferentes, también en las antiguas colonias británicas, belgas, españolas y portuguesas.

Un nuevo tipo de predador llega a la selva africana: la multinacional. El continente es declarado terreno de caza abierto no solo para los amantes de los safaris, sino para todos aquellos en busca de materias primas a bajo coste, y de trabajadores explotables a voluntad.

La extracción de petróleo, gas, minerales y maderas nobles, y el monocultivo, reducen el territorio a una esponja a exprimir sin piedad. Los productos se sacan pero sobre el terreno no queda nada entre contaminación, pobreza, ignorancia, esclavitud y guerras civiles fomentadas. Las élites africanas interpretan su papel y contribuyen no poco a la consolidación de este sistema. Los gobiernos corruptos, a cambio de un pequeño porcentaje transferido a sus cuentas privadas, venden a sus propios países, a sus propios pueblos. Omar Bongo es un ejemplo, puesto en el poder en Gabón por Francia y apodado «Monsieur Diecisiete por ciento». Diecisiete por ciento es el porcentaje que cobra la familia Bango por cada extracción de riqueza natural de Gabón. Hoy está en el poder su hijo, Ali Bongo, gran amigo de Francia. Era el que caminaba abrazado a Hollande en la marcha «Je suis Charlie». La misma Francia que pretende llevar la democracia con las bombas a todas partes… donde haya petróleo.

Y es a estas dictaduras corruptas y violentas a las que el Banco Mundial y los bancos occidentales comienzan rápidamente a conceder créditos multimillonarios. Esto se llama «cooperación para el desarrollo». Yo concedo un préstamo a un Estado del que sé que su clase política es corrupta, ladrona y violenta. El préstamo retorna rápidamente a los bancos de Suiza, Luxemburgo o Jersey, a las cuentas privadas de los dictadores o de sus ministros. O es inyectado en las economías occidentales bajo la forma de participación en sociedades y en la compra de bienes y propiedades de lujo.

Pero mientras tanto, los países se endeudan cada vez más y raudo llega el Fondo Monetario Internacional con sus programas de ajuste estructural. La receta es sencilla: menos escuelas, menos sanidad, ninguna protección social, privatización de todos los servicios públicos. Pero ninguna condición de democracia, de reducción de la corrupción, de aumento de la transparencia, de reducción del gasto militar o de los abusos de la política. Nada. Seguid adelante, que esto para nosotros va bien.

Esto sucede entre finales de los años setenta y mediados de los ochenta. Resultado: a finales de los ochenta, los primeros jóvenes africanos comienzan a dejar sus países a pie en dirección Norte. Hasta ese momento, la emigración se había hecho con billete de avión o de barco. Quien no se podía permitir el viaje, se quedaba en casa, donde era aún posible un mínimo de vida digna. Tras el programa de ajuste, la vida se convierte en un infierno, y emigrar es la única solución para un número cada vez mayor de desesperados.

Lo humanitario como parte del problema

Las ONG humanitarias, aunque a menudo se han creado con buenas intenciones, son parte del problema y no de la solución. Curan los síntomas de la enfermedad sin afrontar nunca las causas. Incluso a menudo contribuyen a exasperar el mal. La dependencia es su razón de ser.

La obtención de fondos es la prioridad absoluta, y frecuentemente los proyectos están en consonancia con las exigencias de los donantes (que luego son los Estados responsables del empobrecimiento de África) más que con las verdaderas necesidades de la población. Si la tendencia es perforar pozos, se perforan pozos por todas partes, con o sin agua. Si es la construcción de escuelas, se construyen escuelas por todas partes sin ton ni son. Los fondos de las subvenciones quedan en buena parte en los países de origen para pagar los alquileres y los gastos de la ONG, para los proyectos, los estudios de campo, los sueldos de los trabajadores y de los asesores, para la propaganda.

Lo poco que llega a África es la más de las veces mal gestionado por personal sin experiencia y sin competencia que en seguida empieza a comportarse como un neocolonialista que dispone del personal local para su propio servicio. Esto obviamente no es un juicio extensible a toda la cooperación internacional. Hay ONG y misioneros serios y honestos, que desarrollan un trabajo extraordinario; pero son una minoría. Del resto, el resultado está a la vista de todos. Medio siglo de cooperación no ha hecho más que empeorar las cosas.

Para la otra parte del mundo, África se presenta como el continente indigente. El que siempre necesita ayuda de los demás. Y frente a la imagen de quien pide, pide… y no hace nunca ningún esfuerzo para salir de la pobreza, generalmente las reacciones son de dos tipos: quienes se apiadan y quieren ayudar (y estos son el objetivo de la publicidad piadosa de las ONG o de la Iglesia misionera) y aquellos que piensan que hay que ayudar menos porque estamos hartos de ayudar siempre, y estos son el objetivo prioritario del discurso conservador «ayudemos primero a los nuestros».

De los barcos negreros a las pateras de los desesperados

Estos discursos se están dando hoy ante la situación cada vez más frecuente de llegada de prófugos de las zonas devastadas del continente africano; las posturas difieren muy poco. Los hay que dicen: acojámosles por piedad, por solidaridad, por caridad cristiana…

Después están los que dicen: si debemos ayudarles, hagámoslo en su casa, pero no deben venir aquí porque se sabe que el niño hambriento roba el pan (de la gente de bien), etc. Todo esto es fruto de un discurso equívoco sobre África. África es narrada por quienes la explotan, y la imagen del continente es errónea. Parece que el parásito sea África, no las multinacionales, no los Estados coloniales y neocoloniales. Resulta que el mundo ayuda continuamente a África, cuando es precisamente lo contrario. Los flujos de riqueza hacia los otros continentes son infinitamente superiores a las migajas que vuelven en forma de créditos, ayudas, cooperación internacional, caridad y todo lo demás.

¿Qué necesita África?

Este es el relato de África que no se cuenta en los medios de comunicación importantes. No está en el discurso oficial. No está en el discurso de la mayoría de las ONG. Todos cuentan los males de África pero ninguno cuenta los orígenes de estos males. Por eso, en el imaginario de la mayoría de la gente, incluidos sus hijos, África es vista como un continente parásito.

Pero la realidad es otra. África no tendría necesidad de ayuda de nadie, excepto de sus hijos. El sistema de ayudas solo sirve para hacer más grande la deuda y la dependencia. Ni siquiera se pide la restitución de lo que le ha sido sustraído; sería incalculable.

África solo necesita que dejen de saquearla. Esto sí. Porque en ese caso tendría los recursos para funcionar sola.