EDITORIAL: Las mentiras del sistema
El poder se basa, fundamentalmente, en ilusiones. Al carecer de vida no puede crear, y sobrevive vampirizando la existencia de sus súbditos, convirtiéndola en un infierno. Pero, para que el proceso funcione, es necesario crear una ilusión que hipnotice a sus víctimas. Las formas que dicha ilusión puede adoptar son infinitas, pero cada una de ellas es finita y todas ellas acaban como Ozymandias en el soneto de Percy Bysshe Shelley:
«dos enormes piernas pétreas, sin su tronco se yerguen en el desierto. A su lado, en la arena, semihundido, yace un rostro hecho pedazos, cuyo ceño y mueca en la boca, y desdén de frío dominio,
cuentan que su escultor comprendió bien esas pasiones las cuales aún sobreviven, grabadas en estos inertes objetos, a las manos que las tallaron y al corazón que las alimentó.
Y en el pedestal se leen estas palabras:
“Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes: ¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!”
Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas»
Este ha sido el destino de esa ilusión llamada civilización, surgida no sabemos muy bién por qué -los habitantes de las primeras ciudades vivían menos que los nómadas, y éstos usaban cuando les convenía la agricultura, evitando convertirse en sedentarios. Lo cierto es que ninguna de estas estructuras, pasadas, presentes o futuras, es capaz de resistir la prueba del tiempo, y todos los monstruos que han logrado subirse a un pedestal bañándose en sangre están condenados al olvido de Ozymandias.
Pero, hasta que ese momento llega, es necesario que las estructuras del poder -del Estado, por ejemplo- sean capaces de aguantar lo más posible. Por desgracia, basta echar un vistazo detrás de su fachada para darse cuenta de que dichas estructuras son increíblemente frágiles. Para lograr mantener la apariencia de que existen y tienen una función son necesarios infinidad de mecanismos, más complejos que los de un reloj suizo. A pesar de su fragilidad estructural -basta un grano de arena para paralizar su maquinaria- no se desploman gracias a sus víctimas, que se preocupan de mantener en pie el sistema cuando todo falla.
Consciente de ello, el poder no se limita simplemente a combatir a sus posibles enemigos, sino que además cultiva de manera consciente y sistemática la disidencia controlada, lobos con piel de cordero que garantizan que, como en el Gatopardo, “todo cambie para que todo siga igual”. Muchas veces ni siquiera son conscientes de su función, algo ejemplificado por la saga The Matrix, en la que se nos presenta como héroe precisamente a aquel que ha de salvar al sistema, para lo cual se le convence que está salvando Zion, que en realidad es un espejismo convenientemente creado para dar la sensación de libertad, una versión alternativa de la Matrix creada como depósito en el que meter a quienes son refractarios a la Matrix general. En realidad, el peligro para el sistema es el agente Smith, que surge de sus propias entrañas y, fuera de control, amenaza con destruirla.
En la Matrix en la que nos ha tocado vivir, el sistema se ha ido transformado en sistemas de gestión de la muerte con una fachada industrial, post-industrial, y actualmente de gestión de “emergencias”, convenientemente puestas en escena, una tras otra, de manera ordenada. La oposición fue destruida hace mucho, y solo quedan de ella recuerdos borrosos, usados por el sistema para generar nuevas ilusiones.
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