martes, 22 de julio de 2014

GUERRA Y REVOLUCIÓN DEL 36

    [ Después del fallido golpe de Estado del 18 de julio de 1936 contra el gobierno frentepopulista (que condujo a una sangrienta guerra civil de tres años, agravada por la intervención extranjera), en las zonas tomadas por los sindicatos y partidos de izquierdas, hubo sectores que, además de la guerra al fascismo, querían también hacer la revolución social (preferentemente los anarquistas), sin dejar de luchar.

En tierras valencianas se formó una columna de milicianos libertarios que fueron a combatir al Bajo Aragón, la Columna de Hierro. Incluso, en sus zonas controladas hacían la Revolución. Todos eran voluntarios y no querían nada saber de toda disciplina castrense. Hasta que en marzo de 1937, fueron obligados a militarizarse y tuvieron que aceptar, en contra de sus principios.

En el año 1998, salió el número 47 de la revista AyR (el 1 de marzo) con un texto de uno de estos milicianos de la Columna de Hierro (más tarde la 83ª Brigada Mixta), bajo el título «TESTIMONIO DE UN INCONTROLADO de la "Columna de Hierro"». Aunque al final se contradiga y se autoengañe para justificar la militarización, a lo largo del texto podemos vislumbrar un alegato antimilitarista de gran valía. 

Os ponemos unos pocos párrafos en los cuáles ataca a todo lo que significa lo militar. Y aprovechando que en este año se cumple el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial (cuya una de sus causas fue el absurdo militarismo de los estados). Pues..., ¡he aquí!]

 

Nuestra resistencia a la militarización estaba fundada en lo que conocíamos de los militares. Nuestra resistencia actual se funda en lo que conocemos actualmente de los militares.

El militar profesional ha formado, ahora y siempre, aquí y en Rusia, una casta. El es el que manda; a los demás no debe quedarnos más que la obligación de obedecer. El militar profesional odia con toda su fuerza a todo cuanto sea paisanaje, al que cree inferior.

Yo he visto —yo miro siempre a los ojos de los hombres— temblar de rabia o de asco a un oficial cuando al dirigirme a él lo he tuteado, y conozco casos de ahora, de ahora mismo, en batallones que se llaman proletarios, en que la oficialidad, que ya se olvidó de su origen humilde, no puede permitir —para ello hay castigos terribles— que un miliciano les llame de tú.

El ejército «proletario» no plantea disciplina, que podría ser, a lo sumo, respeto a las órdenes de guerra; plantea sumisión, obediencia ciega, anulación de la personalidad del hombre.

Lo mismo, lo mismo que cuando, ayer, estuve en el cuartel. Lo mismo, lo mismo que cuando, más tarde, estuve en el presidio.

Nosotros, en las trincheras, vivíamos felices. Vimos caer a nuestro lado, es cierto, a los compañeros que con nosotros empezaron esta guerra; sabíamos, además, que en cualquier momento, una bala podía dejarnos tendidos en pleno campo —ésta es la recompensa que espera al revolucionario—; pero vivíamos felices. Cuando había comíamos; cuando escaseaban los víveres, ayunábamos. Y todos contentos. ¿Por qué? Porque ninguno era superior a ninguno. Todos amigos, todos compañeros, todos guerrilleros de la Revolución.

El delegado de grupo o de centuria no nos era impuesto, sino elegido por nosotros, y no se sentía teniente o capitán, sino compañero. Los delegados de los Comités de la Columna no fueron jamás coroneles o generales, sino compañeros. Juntos comíamos, juntos peleábamos, juntos reíamos o maldecíamos. Nada ganamos durante un tiempo, nada ganaron ellos. Diez pesetas ganamos después nosotros, diez pesetas ganaban y ganan ellos.

Lo único que aceptamos es su capacidad probada, por eso los elegimos; su valor, también probado, por eso también fueron nuestros delegados. No hay jerarquías, no hay superioridades, no hay órdenes severas; hay camaradería, bondad, compañerismo: vida alegre en medio de las desdichas de la guerra.

Y así, con compañeros, imaginándose que se lucha por algo y para algo, da gusto la guerra y hasta se recibe con gusto la muerte [!?]. Pero cuando estás entre militares, en donde todo son órdenes y jerarquías; cuando ves en tus manos la triste soldada con la cual apenas puede mantenerse en retaguardia tu familia y ves que el teniente, el capitán, el comandante y el coronel cobran tres, cuatro, diez veces más que tú, aunque no tienen ni más empuje, ni más conocimiento, ni más valor que tú, la vida se te hace amarga, porque ves que eso no es Revolución, sino aprovechamiento, por unos pocos, de una situación desgraciada que va únicamente en perjuicio del pueblo.

No sé cómo viviremos ahora. No sé si podremos acostumbrarnos a recibir malas palabras del cabo, del sargento o del teniente. No sé si después de habernos sentido plenamente hombres, podremos sentirnos animales domésticos, que a esto conduce la disciplina y esto representa la militarización.