[Este texto de E. Reclus ha sido extraído del número 51 de nuestra revista Amor y Rabia (enero de 1999), en la cual E. Reclus nos defiende la aspiración universal del ideal ácrata: nuestra gran patria es toda la Tierra y nuestra gran familia es la Humanidad entera. Algo que algunos 'libertarios' de hoy día todavía no tienen muy claro.]
Y sin embargo, en nuestros días el sentimentalismo humanitario está en baja; todos nuestros grandes escritores, todos los hombres de Estado derrochan ingenio a expensas de esa pobre sentimentalidad, debido a que la segunda mitad del siglo XIX ha sido fértil en enseñanzas relativas a las formas que a veces toma el progreso. Los revolucionarios de 1848 lanzaron con brillo particular la palabra «humanidad», pero aquellas buenas gentes, en su profunda ignorancia, no tenían idea alguna de las dificultades que habían de encontrar a su propaganda, y fue muy fácil ridiculizarlos después de la derrota. Vino después la Guerra Franco-Prusiana, que elevó a la cúspide de la gloria la política bismarckiana, floreciente en la sentimental Alemania. Se puso empeño en copiar, aunque con general incapacidad, la manera de obrar del Canciller de Hierro, cuya sombra reina aún sobre nosotros. A la libertad de Grecia y de las Dos Sicilias, a las aclamaciones que saludaron un Byron, un Kossuth, un Garibaldi, un Herzen, ha sucedido la conducta más prudente ante las carnicerías de Armenia, las matanzas del África austral y los pogromos de Rusia. En todos los países de Occidente domina un ardiente nacionalismo, y en general las fronteras se han reforzado desde hace cincuenta años. Hemos visto también, en la Gran Bretaña, la idea republicana, que reunía muchos partidarios antes de 1870, borrarse poco a poco de la política corriente, y lo mismo sucede en todos los países civilizados respecto de las «utopías» más generosas. Habría motivo para desanimarse considerando esas evoluciones innegables como retrocesos definitivos, si se perdiera de vista la investigación de las causas; pero cuando se ha comprendido el funcionamiento de esas reacciones, no puede conservarse la menor duda de que ha de resonar nuevamente el grito de «humanidad» cuando los «humillados y ofendidos», que no ha dejado de pronunciarse entre sí, se hayan asimilado un perfecto conocimiento científico; cuando hayan adquirido una mayor destreza en su inteligencia internacional, se sentirán bastante fuertes hasta impedir para siempre toda amenaza de guerra.
Por graves, por llenas de peligros que puedan ser en sus detalles las discusiones entre los gobiernos rivales, esas disputas, aún seguidas de guerras, no pueden tener consecuencias análogas a las de las luchas de otros tiempos que hicieron desaparecer los hititas, los elamitas, los sumerios y acadios, los asirios, los persas y, antes que ellos, tantas civilizaciones cuyos nombres hasta nos son desconocidos. En realidad, todas las naciones, incluso las que se tienen por enemigas, constituyen, a pesar de sus jefes y de las supervivencias de odios, una sola nación cuyos progresos locales reaccionan sobre el conjunto y constituyen un progreso general. Los que el «filósofo desconocido» del siglo XVIII llamaba los «hombres de deseo», es decir, los que quieren el bien y trabajan para realizarlo, son ya muy numerosos y bastante activos y armoniosamente agrupados en una nación moral para que su obra de progreso se sobreponga a los elementos de retroceso y de disociación que producen los odios supervivientes.
A esa nación nueva, compuesta de individuos libres, independientes los unos de los otros, pero tanto más amantes y solidarios; a esa humanidad en formación hay que dirigirse para la propaganda de todas las ideas que parecen justas y renovadoras. La gran patria se ha ensanchado hasta las antípodas, y como tiene conciencia de sí misma, siente la necesidad de darse una lengua común: no basta que los nuevos conciudadanos se adivinen de un extremo a otro del mundo, es preciso que se comprendan plenamente, pudiendo deducirse en conclusión y con toda certidumbre que el lenguaje deseado verá la luz: todo ideal fuertemente deseado se realiza.
Esta unión espontánea de los hombres de buena voluntad por encima de las fronteras, quita todo valor directivo a las «leyes», falsamente denominadas, que se han deducido de la evolución anterior de la historia y que, no obstante, merecen ser clasificadas en la memoria de los hombres como habiendo tenido su verdad relativa.
Elisée Reclus
(1905)