EDITORIAL (14 de diciembre de 2019)
Lo que estamos viendo en Cataluña, y lo que nos falta de ver, es un punto de inflexión que marcará el futuro de las organizaciones de izquierdas en España: o se ponen al servicio del poder de un neocaciquismo cada vez más escorado hacia la extrema derecha, o se abre una reflexión sobre lo que nos ha llevado hasta la situación actual, en la que la alta burguesía del Liceo y la patronal cantan canciones independentistas en apoyo de los manifestantes, mientras el jefe del Govern responsable de la represión de los manifestantes independentistas apoya abiertamente las protestas.
Esta burla sangrienta es una muestra perfecta de las consecuencias que tiene para la izquierda haber aceptado el nacionalismo, camuflado de “derecho” de autodeterminación, como parte de su ideario. Para lograrlo se equiparó el derecho de las colonias de librarse de las cadenas del imperialismo con el deseo de las élites de las regiones más ricas de no compartir su riqueza con las regiones más pobres, la antítesis de las ideas de igualdad que ha defendido siempre la izquierda. Aceptar semejante mentira ha sido el punto de partida de la hegemonía ideológica de la burguesía catalana, y ha dado lugar a la difusión de un discurso del odio impregnado de racismo hacia el resto de habitantes de España, que va a costar generaciones erradicar. Otra de las consecuencias de aceptar el nacionalismo ha sido que ha permitido gobernar a las oligarquías regionalistas en las zonas más ricas de España, aunque su población sea mayoritariamente de izquierdas.
De esos polvos, estos lodos. Se acerca el momento en que habrá que tomar partido por una de las dos corrientes que luchan por la hegemonía de la izquierda: o la izquierda de la igualdad, heredera de la Primera Internacional, o la de la diferencia, que provoca la balcanización de la izquierda en grupos enfrentados y tan solo favorece el “divide y vencerás” del poder. El tiempo apremia.
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