Portada y contraportada del número de la revista dedicado a Bakunin. |
Entre todos los anarquistas, Mijail Bakunin fue el que, de manera más coherente, vivió y comprendió su papel. En los casos de Godwin, Stirner y Proudhon siempre parece haber una divisoria entre los extremos lógicos o apasionados del pensamiento y las realidades de la vida diaria. Estos hombres terroríficos, tal como les veían sus contemporáneos, sacados de sus estudios se transformarían en el ex-clérigo pedante, en el ceñudo preceptor de señoritas y en el antiguo artesano —orgulloso de su elegante tipografía— que resulta ser un padre de familia modelo. Esto no significa que ninguno de ellos fuera, fundamentalmente incoherente. Tanto Godwin como Proudhon mostraron un valor ejemplar al desafiar a la autoridad cuando así lo ordenaban sus conciencias. Pero su impulso a la rebelión parecía realizarse, por completo, mediante su actividad literaria. Y en el terreno de la acción su falta de convencionalismo raramente pasaba de los más tibios grados de excentricidad.
Bakunin, por el contrario, fue monumentalmente excéntrico, un rebelde que en casi todas sus acciones parecía expresar los aspectos más violentos de la anarquía. Fue el primero de una larga serie de aristócratas que se unieron a la causa anarquista. Jamás perdió una gracia natural, que combinaba con una expansiva bonhomie rusa y con una desconfianza instintiva para con todas las convenciones burguesas. Físicamente era un gigante, y su estampa maciza desmelenadas podía impresionar al auditorio mucho antes de que empezara a conquistar su simpatía con su convincente oratoria. Todos sus apetitos —con la única excepción del sexual— fueron enormes. Hablaba durante noches enteras; era un lector omnívoro; bebía brandy como si fuera vino- En un solo mes de encarcelamiento en Sajonia se fumó 1.600 cigarros y comía de manera tan voraz que el director de la cárcel, un austríaco comprensivo, se sintió movido a concederle ración doble. Virtualmente carecía del sentido de la propiedad o de la seguridad material. Durante una generación vivió de los regalos y prestamos de amigos y admiradores, daba con la misma generosidad con que recibía y, literalmente, no se preocupaba en absoluto del mañana. Era inteligente y culto, pero ingenuo. Espontáneo y afable, pero astuto. Leal hasta el último extremo, pero tan imprudente que exponía constantemente a sus amigos a peligros innecesarios. Como insurrecto y conspirador, como organizador y propagandista, era un energúmeno de entusiasmo revolucionario. Podía inspirar libremente sus ideales a otros hombres y conducirles por su propia voluntad a la acción en las barricadas o en la sala de conferencias.
Pero había veces, en que toda esta actividad enorme e incansable cobraba la apariencia de un gran juego de una infancia prolongada. Y en ocasiones los extremismos de palabra y de obra de Bakunin produjeron pasajes de pura comedia que le convirtieron en la caricatura y no en el ejemplo del anarquista. Le vemos paseando por las calles de una ciudad suiza disfrazado, poco convincentemente, de pastor anglicano. O enviando, ingenuamente, cartas cifradas con la clave escrita en el sobre. O fanfarroneando ante conocidos ocasionales con historias acerca de los enormes, y totalmente imaginarios, ejércitos secretos que tenía a sus órdenes. Es difícil negar la justicia del retrato que con tanta ironía trazó E. H. Carr en la única biografía inglesa de Bakunin.
Pero Bakunin sigue siendo una figura demasiado sólida para descalificarla como un mero excéntrico. Si fue un necio, fue uno de esos necios de Blake, que alcanzan la sabiduría persistiendo en la necedad. Y tuvo la suficiente grandeza —y se acomodó lo bastante adecuadamente a su propia época— para convertirse en uno de los hombres más influyentes en la tradición general revolucionaria y en la historia particular del anarquismo. Y así ha sido, tanto por sus fracasos, como por sus triunfos, y sus fracasos fueron muchos.
George Woodcock